-¡Maldición! –exclama Rober- ¡Esta chatarra se ha
vuelto a parar!
-Vaya novedad –le digo yo-. Sólo es la tercera vez
en cuatro días.
Las ruedas del trasto disminuyen su velocidad con
cada círculo que describen, y nos vemos obligados, una vez más, a bajar y
empujarlo. La pendiente es ascendente, y solamente somos dos ladrones que
llevan más de un día sin probar bocado. Ah, sí, se me olvidaba: desde ayer
también somos asesinos, y en el maletero hay un cadáver, por lo que el coche
pesa más todavía.
-¿No te dijo ese mecánico que lo había arreglado?
¿Que ya no se iba a recalentar? –pregunto.
-Cuando lo vea…
-Sin embargo… Ahora no sale humo del capó.
-Es verdad –admite Rober-. Tiene que ser otra cosa.
-Nuestros conocimientos no son muy amplios, que
digamos –mientras pronuncio las palabras, veo que la expresión de mi compañero
enmudece de pánico-. ¿Qué pasa?
-¿Cuánto tiempo hace que no echamos gasolina?
–pregunta con un hilo de voz.
-¿Cuánto? ¡Ayer te dije que lo hicieras tú! ¡Justo
al salir del taller!
-Por lo menos, ya sabemos qué es lo que le pasa al
coche.
Pienso en meter a Rober en el maletero con el otro,
pero me contengo. No me conviene tener dos cadáveres a mi espalda, a la vez que
un coche sin gasolina en una inhóspita carretera del extrarradio cartaginés.
La última gasolinera que recuerdo debe estar a unos
cien quilómetros de distancia, en la dirección que menos nos interesa. Sin
embargo, recuerdo un cartel que rezaba combustible y comida unos quilómetros
hacia adelante.
-Quédate aquí con el coche. Voy a por gasolina
–informo.
-¿Me vas a dejar solo? ¿Y si viene la policía?
-¿Cómo va a venir la policía ahora? Son las cuatro
de la mañana y estamos en una carretera de mala muerte.
-Yo no me quedo solo aquí –refunfuña él-. Vamos los
dos.
-No podemos dejar el coche aquí.
-Entonces empujaremos.
Pongo los ojos en blanco a causa de la
exasperación, suspiro y accedo al requisito del imbécil que me acompaña. Desde
luego, soy un lince reclutando compañeros de andanzas. Una hora después, el
sudor baja a raudales por nuestra frente, y los músculos están a punto de
estallar por la presión a la que los sometemos. Paramos a descansar, a lo lejos
se pueden apreciar unas luces, las de nuestro destino, con toda seguridad.
Quizá en veinte minutos más lo alcancemos.
No hablamos. No estoy de humor, y Rober se siente
avergonzado, se ve a la legua. Me levanto para seguir empujando, y él imita mis
movimientos. Apenas hemos avanzado cincuenta metros cuando unas luces nos
llaman la atención a nuestra espalda.
Las luces son azules, y dan vueltas sobre el techo
de un vehículo.
-¡Nos han pillado! –dice- ¡Corre!
-¡Cállate! –ordeno, y él obedece, quedándose de
piedra- Déjame hablar a mí, y borra esa expresión de pánico de tu cara.
-Vale.
-Y date prisa, antes de que baje de su coche, borra
esa marca de sangre del maletero.
-¿Cómo?
-¡Con lo que sea! Con tu camisa, por ejemplo –veo
asomar una duda a sus ojos-. ¡Vamos!
Me giro, y un solo agente se apea con parsimonia de
su coche. Se le ve claramente contrariado por tener que ejecutar su labor, y tener
que reprender o, seguramente, multar a dos civiles que andan empujando un coche
por el arcén de una carretera.
-Buenas noches –saluda mientras ajusta la altura de
sus pantalones.
-Buenas noches, agente –atajo yo con la más servil
de mis sonrisas-. Discúlpenos, pero la aguja de la gasolina de este coche no
funciona, y nos ha hecho la jugarreta de dejarnos en la estacada. Pero como ve,
tenemos la gasolinera a sólo unos metros. Sentimos haberle importunado.
-Saben que les puedo multar por haberse quedado sin
combustible, ¿verdad?
Su oronda figura circula alrededor de nuestro
vehículo, pausadamente, creyendo que
todo lo sabe. Da un par de golpecitos con su porra en el maletero,
inconsciente del delito que éste oculta. ¿Es el olor de la muerte lo que
percibe mi olfato? El cadáver lleva más de diez horas ahí encerrado, no sería extraño
que la podredumbre estuviera mostrando sus cartas. No, seguro que es mi imaginación.
-Sí, señor agente, lo sabemos. Comprenderá que no
era nuestra intención tener que empujar el coche durante quilómetros hasta
llegar a la gasolinera –trato de explicar.
-Bueno… Como ya están cerca de su destino, lo
dejaremos pasar –el policía finge hacernos un favor-. Voy a cotejar la
matrícula del vehículo con la central, y después podrán irse.
Al policía no le gustaría saber que el coche es
robado, y mucho menos que su dueño, un tal Eusebio Gámez, está pudriéndose en
su propio maletero, de modo que tengo que improvisar.
-¿Qué le parece, señor agente, si nos ahorramos esa
formalidad que usted tanto detesta, y nos ayuda a empujar el coche hasta la
gasolinera? Al fin y al cabo, si el coche fuera robado, nosotros habríamos
tratado de escapar al verle, ¿no es así?
Finjo mi carcajada más auténtica y despreocupada, y
tras un momento de incertidumbre, la cuerda no se tensa lo suficiente, y la
vagancia puede con el ánimo del agente de la ley.
-Hagamos lo siguiente –sonríe él-. Nos vamos a
ahorrar la formalidad, como usted dice, pero no les voy a poder ayudar a
empujar el coche, tengo otro aviso que atender.
-Lo entendemos, agente –asiento-. Tiene otros
ciudadanos a los que servir.
-Así es –dice, calzándose la gorra-. Que tengan
buenas noches.
-Lo mismo le deseo.
-Ah, y cuando lleguen a la gasolinera, cómprele una
botella de agua a su amigo, parece inquieto.
-No se preocupe, es la adrenalina de estar
empujando tanto rato el coche –contesto mientras me despido con la mano.
Cuando el policía se aleja, los destellos del
amanecer sobre el cristal de su coche me deslumbran, de modo que me pongo las
gafas de sol.
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