Ésta es una historia de superación.
Yo, Felicia Braun, llevo encerrada más de dos días.
Podría ser uno o tres, pues he perdido la noción del tiempo. No sé si es de día
o de noche, y también desconozco el motivo por el que aquí me hallo. De hecho,
no recuerdo nada del momento de mi secuestro.
Cuatro son las paredes que se interponen ante mi
libertad, y una sencilla pero gruesa puerta, sin barrote alguno para poder
mirar, es la única vía por la que podría escapar, pues la estancia también carece
de ventanas. La oscuridad es la dueña de mis últimas horas, y siento cómo mis
fuerzas flaquean, ya que solamente me han servido una escueta comida durante
todo mi cautiverio.
En alguna ocasión me ha parecido escuchar algún
sollozo lejano; quizá haya más chicas encerradas al igual que lo estoy yo. Las
respiraciones ante mi puerta tampoco son extrañas, y me he acostumbrado a
acercarme para escucharlas, aunque sólo sea para sentir vida humana cerca de
mí. Quizá me esté acercando a mi secuestrador, motivado sexualmente por mí, o
por alguna otra de sus presas. Pero entonces, ¿por qué no entra y me viola?
¿Por qué no saciar su sed, y poner fin a ese deseo? Prefiero no pensarlo, y
quedarme tal como estoy.
Sin embargo, mi instinto no se rinde. Cuando
escucho esas respiraciones, trato de empatizar, y susurro frases a
quien se halle al otro lado. “No me dejes morir” o “todavía estamos a
tiempo” son las que más repito, pero no sé si mi estrategia es la adecuada. Ni
siquiera sé si hay alguien tras la puerta, pues posiblemente todo sea producto
de mi imaginación.
Las horas pasan, y sigo divagando. Pienso en mis
padres, y en mi novio Ernest. ¿Qué será de él? ¿Habrá acudido en mi rescate?
¿Habrá avisado a las autoridades? Lo imagino llamando a mi teléfono, y
encontrando el silencio como única respuesta.
Vuelven las ilusiones, en caso de serlo, y por
segunda vez desde el fin de mi libertad, la puerta se abre. Lenta y
pesadamente, pero con decisión. Cuarenta y cinco grados de apertura, y ninguna
figura se atisba tras la oscuridad. ¿Será esta mi oportunidad? ¿Quién ha
abierto la puerta?
Avanzo sigilosamente, con temor y precaución. Quizá
sería mejor salir corriendo sin más, aprovechando el efecto sorpresa, pero el
pánico me impide moverme más rápido de lo que lo hago. Atravieso el umbral de
la puerta, y desde detrás, alguien me coloca con firmeza un saco en la
cabeza.
-¡No! –grito, y trato de sacudírmelo.
Durante la agitación, mi codo impacta en una cabeza,
y tras un aullido de dolor, saco el obstáculo que me impide ver. Hago un
reconocimiento rápido de la situación. La penumbra sigue reinando, pero a pesar
de ella distingo una sala redonda, en la que hay una escalera hacia la
salvación y otras cinco puertas como la que me recluía. ¿Qué hago? Si trato de
liberar a los demás rehenes, perderé una preciosa ventaja. Si no lo hago,
condenaré a quien se halle tras las puertas a un destino fatal.
Quizá algún día me juzguen por abandono, pero mi
egoísmo actúa por mí, e instintivamente corro hacia la escalera, la cual recorro
a grandes zancadas. En el piso superior, una clara ascensión señala mi vía de
escape. Sin embargo, no avanzo ni un metro, ya que desde unos metros atrás,
escucho claramente la voz de mi padre.
-¡¡Felicia!!
¡No! En ningún momento ha pasado por mi cabeza que
el resto de mi familia pueda estar en las demás salas, y ahora he
desaprovechado la oportunidad de salvarles. El amor fraternal me hace girar
sobre mis pasos, a sabiendas de que el secuestrador estará preparado en esta
ocasión.
Temerosa, bajo los escalones de puntillas,
lentamente, en contraste con la anterior ocasión. Asomo tímidamente mi cabeza,
y escucho un susurro.
-Ven aquí, cariño, tu padre te está llamando.
Reconozco esa voz.
-¿Ernest?
-Sí, mi amor, aquí estoy.
Ahora lo recuerdo.
Recuerdo el último momento de consciencia antes de
encontrarme aquí. Me encontraba con Ernest en mi habitación, viendo una
película.
-¿Tú nos has hecho esto? –pregunto horrorizada.
-¿Por qué no? ¿Sabes la cantidad de dinero que me
van a dar por liberar a tu familia? No creo que deba recordarte quién es tu
padre. He pedido un rescate al gobierno.
-¿Esa fue tu intención desde el principio?
-La verdad es que no. Al principio me gustabas. Me
gustas, de hecho. Tal vez cuando todo esto acabe podamos retomarlo donde
estaba.
-Tal vez –mentí.
Ernest rio estruendosamente.
-No está mal, casi me lo creo.
-¿Por qué me has abierto la puerta?
-Tenía ganas de jugar.
-Pues te has llevado un buen golpe.
-Me has sorprendido, la verdad. No volverá a pasar.
Avanza a grandes zancadas, y con un par de ellas me
alcanza. Mi relación con Ernest apenas existe desde hace dos meses, y lo que
él desconoce son mis cualidades en defensa personal. Mi padre insistió
en mi niñez en ese aprendizaje, pues él estaba ascendiendo en su carrera
política y se estaba convirtiendo en una persona de poder. Ocho años después de
la última lección, propino esa patada para la que tanto tiempo me he preparado.
Mi empeine impacta en la corva de la pierna de Ernest, cuyas rodillas caen al
suelo. Sin bajar la pierna, vuelvo a golpear, esta vez en su cabeza, a una
altura mucho más asequible ahora. Cojo las llaves que guarda en su bolsillo, y
abro las puertas tras las cuales mis padres están recluidos.
Juntos, subimos las escaleras y recorremos el camino
hasta una puerta. Miro por el ventanuco situado a la altura de mis ojos, y veo
la claridad del amanecer en un bosque. Abro la puerta.
Afuera, un hombre, a buen seguro compañero de
Ernest, está terminando de sacudir su miembro tras orinar. Se gira. Nos ve.
Lo dije, ésta es una historia de superación.
Corro a por él.
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