jueves, 26 de mayo de 2016

Amanecer #3

Ésta es una historia de superación.
Yo, Felicia Braun, llevo encerrada más de dos días. Podría ser uno o tres, pues he perdido la noción del tiempo. No sé si es de día o de noche, y también desconozco el motivo por el que aquí me hallo. De hecho, no recuerdo nada del momento de mi secuestro.
Cuatro son las paredes que se interponen ante mi libertad, y una sencilla pero gruesa puerta, sin barrote alguno para poder mirar, es la única vía por la que podría escapar, pues la estancia también carece de ventanas. La oscuridad es la dueña de mis últimas horas, y siento cómo mis fuerzas flaquean, ya que solamente me han servido una escueta comida durante todo mi cautiverio.
En alguna ocasión me ha parecido escuchar algún sollozo lejano; quizá haya más chicas encerradas al igual que lo estoy yo. Las respiraciones ante mi puerta tampoco son extrañas, y me he acostumbrado a acercarme para escucharlas, aunque sólo sea para sentir vida humana cerca de mí. Quizá me esté acercando a mi secuestrador, motivado sexualmente por mí, o por alguna otra de sus presas. Pero entonces, ¿por qué no entra y me viola? ¿Por qué no saciar su sed, y poner fin a ese deseo? Prefiero no pensarlo, y quedarme tal como estoy.
Sin embargo, mi instinto no se rinde. Cuando escucho esas respiraciones, trato de empatizar, y susurro frases a quien se halle al otro lado. “No me dejes morir” o “todavía estamos a tiempo” son las que más repito, pero no sé si mi estrategia es la adecuada. Ni siquiera sé si hay alguien tras la puerta, pues posiblemente todo sea producto de mi imaginación.
Las horas pasan, y sigo divagando. Pienso en mis padres, y en mi novio Ernest. ¿Qué será de él? ¿Habrá acudido en mi rescate? ¿Habrá avisado a las autoridades? Lo imagino llamando a mi teléfono, y encontrando el silencio como única respuesta.
Vuelven las ilusiones, en caso de serlo, y por segunda vez desde el fin de mi libertad, la puerta se abre. Lenta y pesadamente, pero con decisión. Cuarenta y cinco grados de apertura, y ninguna figura se atisba tras la oscuridad. ¿Será esta mi oportunidad? ¿Quién ha abierto la puerta?
Avanzo sigilosamente, con temor y precaución. Quizá sería mejor salir corriendo sin más, aprovechando el efecto sorpresa, pero el pánico me impide moverme más rápido de lo que lo hago. Atravieso el umbral de la puerta, y desde detrás, alguien me coloca con firmeza un saco en la cabeza.

-¡No! –grito, y trato de sacudírmelo.

Durante la agitación, mi codo impacta en una cabeza, y tras un aullido de dolor, saco el obstáculo que me impide ver. Hago un reconocimiento rápido de la situación. La penumbra sigue reinando, pero a pesar de ella distingo una sala redonda, en la que hay una escalera hacia la salvación y otras cinco puertas como la que me recluía. ¿Qué hago? Si trato de liberar a los demás rehenes, perderé una preciosa ventaja. Si no lo hago, condenaré a quien se halle tras las puertas a un destino fatal.
Quizá algún día me juzguen por abandono, pero mi egoísmo actúa por mí, e instintivamente corro hacia la escalera, la cual recorro a grandes zancadas. En el piso superior, una clara ascensión señala mi vía de escape. Sin embargo, no avanzo ni un metro, ya que desde unos metros atrás, escucho claramente la voz de mi padre.

-¡¡Felicia!!

¡No! En ningún momento ha pasado por mi cabeza que el resto de mi familia pueda estar en las demás salas, y ahora he desaprovechado la oportunidad de salvarles. El amor fraternal me hace girar sobre mis pasos, a sabiendas de que el secuestrador estará preparado en esta ocasión.
Temerosa, bajo los escalones de puntillas, lentamente, en contraste con la anterior ocasión. Asomo tímidamente mi cabeza, y escucho un susurro.

-Ven aquí, cariño, tu padre te está llamando.
Reconozco esa voz.
-¿Ernest?
-Sí, mi amor, aquí estoy.

Ahora lo recuerdo.
Recuerdo el último momento de consciencia antes de encontrarme aquí. Me encontraba con Ernest en mi habitación, viendo una película.

-¿Tú nos has hecho esto? –pregunto horrorizada.
-¿Por qué no? ¿Sabes la cantidad de dinero que me van a dar por liberar a tu familia? No creo que deba recordarte quién es tu padre. He pedido un rescate al gobierno.
-¿Esa fue tu intención desde el principio?
-La verdad es que no. Al principio me gustabas. Me gustas, de hecho. Tal vez cuando todo esto acabe podamos retomarlo donde estaba.
-Tal vez –mentí.
Ernest rio estruendosamente.
-No está mal, casi me lo creo.
-¿Por qué me has abierto la puerta?
-Tenía ganas de jugar.
-Pues te has llevado un buen golpe.
-Me has sorprendido, la verdad. No volverá a pasar.

Avanza a grandes zancadas, y con un par de ellas me alcanza. Mi relación con Ernest apenas existe desde hace dos meses, y lo que él desconoce son mis cualidades en defensa personal. Mi padre insistió en mi niñez en ese aprendizaje, pues él estaba ascendiendo en su carrera política y se estaba convirtiendo en una persona de poder. Ocho años después de la última lección, propino esa patada para la que tanto tiempo me he preparado. Mi empeine impacta en la corva de la pierna de Ernest, cuyas rodillas caen al suelo. Sin bajar la pierna, vuelvo a golpear, esta vez en su cabeza, a una altura mucho más asequible ahora. Cojo las llaves que guarda en su bolsillo, y abro las puertas tras las cuales mis padres están recluidos.
Juntos, subimos las escaleras y recorremos el camino hasta una puerta. Miro por el ventanuco situado a la altura de mis ojos, y veo la claridad del amanecer en un bosque. Abro la puerta.
Afuera, un hombre, a buen seguro compañero de Ernest, está terminando de sacudir su miembro tras orinar. Se gira. Nos ve.
Lo dije, ésta es una historia de superación.
Corro a por él. 



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