El camarero terminó de servir el vino con la
habilidad de quien lo hace a diario, se inclinó ligeramente hacia ella y, tras
unas palabras de cortesía, se marchó con presteza. Nuestras miradas se
cruzaron, y ella sonrió con timidez. Acto seguido, bajó la cabeza, avergonzada.
Varios de sus tirabuzones cayeron descontrolados con el gesto, y ocultaron su
ruborizada tez.
-Tengo algo que preguntarte –se atrevió a decir.
-Dispara.
-¿Te gusto? –inquirió, alzando de repente unos ojos
que suplicaban una respuesta afirmativa.
La sorpresa debió traslucirse en mi expresión, y
ella continuó hablando.
-Son varias las veces que nos hemos visto, y en
ningún momento te he visto acercarte a mí más de la cuenta.
-Y ¿eso te parece malo?
-No… Sólo es que -titubeó-… Estoy tan acostumbrada
a lo contrario, a tener que frenar la situación…
-Yo no tengo prisa, Iris. Estoy dispuesto a caminar
a la velocidad que tú quieras marcar.
La cuestión es que llevábamos tan sólo dos semanas
de constantes citas, en las cuales la confianza, al principio inexistente, fue
abriéndose paso con cada sonrisa, con cada roce involuntario de manos o con
cada gesto avergonzado. Yo, por supuesto, ardía en deseos de besarla, pero mi
plena fe en el futuro de esa relación me apaciguaba. Al parecer, mi calma era
la causante de su nerviosismo, y no podía reprimir una cierta sensación de
euforia al verme con semejante poder en mis manos.
Ella pasó uno de sus mechones rubios por detrás de
su oreja, un gesto que me cautivaba, y todavía insatisfecha, continuó su
interrogatorio.
-¿Cómo puedes tener esa seguridad en ti mismo?
-¿En mí mismo? –pregunté, sorprendido- No te
equivoques, cariño. En nosotros.
Ambos nos sonrojamos. Era la primera vez que la
llamaba cariño. Sonreímos ante tal circunstancia y continué hablando,
tratando de quitar hierro al asunto. Lo empeoré todavía más:
-Mira, te lo voy a explicar. ¿Dónde te ves dentro
de cuarenta años?
-Pues… No sé, no me he parado a pensarlo.
-Te lo diré yo. Dentro de cuarenta años, estarás
conmigo. Estaremos sentados en una mecedora, contemplando cada amanecer de la
mano. Al lado habrá un olivo, o quizá un roble, eso ya lo discutiremos.
Nuestros nietos corretearán por ahí, y yo te sonreiré a cada segundo que pase.
Su semblante enmudeció. Había hablado demasiado, supe
de inmediato. Estaba completamente seguro de haberla espantado.
Sin embargo, han pasado cuarenta años desde aquel
día. Y no, desgraciadamente Iris no está a mi lado. La entrada de mi casa la
ocupan dos mecedoras, y paso cada día pensando en ella, pues hace ya dos años
que me dejó a causa del cáncer. El resto de mi augurio sigue vigente, pues un
olivo custodia nuestro hogar, y a unos metros, nuestros nietos saltan y juegan
a voluntad.
Así pues, soy un hombre feliz por haber conseguido
cuanto quería en mi vida. Iris no se halla en cuerpo, pero sí en alma. Cada
mañana me siento en una de las mecedoras, mientras la otra permanece vacía.
Tengo sesenta y dos años, y planeo pasar el resto de mis días contemplando el
amanecer, tal como le dije, tal como le prometí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario